Bajo ese fino niqab color crema y rematado en lila, como la chilaba y los zapatos, se esconde una gran sonrisa. Se esconde un rostro con unos grandes y rasgados ojos que pierden expresión cuando Zohra se cubre con su velo integral. Decidió ponérselo hace veinte años, cuando cumplió 18 y llevaba uno de casada. Desde entonces sólo se lo quita en casa con su familia o cuando está rodeada de mujeres, "y también cuando me lo han pedido en el Ayuntamiento o en el hospital", añade. No se lo quitó para manifestarse en contra del bloqueo de Palestina, ni se lo quita en las reuniones del colegio, ni cuando viaja a Alemania a ver a sus hermanas –"muy modernas y europeas", dice– ni para animar al equipo de balonmano de su hijo cuando hay partido.
"¡...Y grita mucho!", aclara Sara, su hija mayor, una estudiante de 18 años que se cubre la cabeza y su media melena negra con un hiyab blanco. Zohra Nia nació en Tánger y hace siete años se mudó con su marido y sus tres hijos al Vendrell, donde nació la pequeña, Duae, de seis. "Durante el primer año me sentía un poco rara, la gente me miraba por la calle... pero ahora ya me conocen", dice Zohra. A ella nunca le ha pasado como a otra de las tres mujeres que usan niqab en El Vendrell: "Un día un viejo le gritó por la calle que el carnaval ya había acabado... Fue muy ofensivo para ella, no lo entendió... ¿No es este un país democrático?", reflexiona Zohra en árabe. Aunque entiende el español y lo chapurrea y pese a que ha ido a clases de catalán, prefiere que traduzca sus palabras Hanane, la presidenta de la asociación Almanar, una entidad que desde hace seis años trabaja en El Vendrell para que las mujeres de origen magrebí conozcan sus derechos.
"El niqab fue una decisión personal que responde a motivos exclusivamente religiosos", insiste. Aunque se lo había planteado antes de casarse, su padre se lo prohibió porque consideraba que era demasiado joven. Y cuando llevaba un año de casada, se lo puso. "Incluso fue una sorpresa para mi marido, él jamás me obligó a llevarlo", insiste, aunque reconoce que "quizás haya mujeres que lo llevan obligadas, pero eso es una mala interpretación de la religión y estas mujeres no salen de casa". Tampoco hablan con periodistas. Y ese no es el caso de Zohra: "Soy religiosa, practicante, mi marido me respeta y no tengo que pedirle permiso para explicarme". ¿Y sus hijas, lo llevarán? "Mis hijas harán lo que ellas crean, eso no lo impone una madre. Lo que yo quiero y sobre todo quiere mi marido es que estudien y mucho, queremos que sean musulmanas formadas, la mayor podría ser comadrona...". Y Sara sonríe, pero no se pronuncia. Ha acabado tercero de ESO y se ha matriculado en un módulo de puericultura. "Pero no, no creo que se lo ponga porque son de otra generación y con niqab no podría trabajar...", añade.
Quizás esa, la de verse obligada a trabajar para sacar adelante a sus hijos, sería la única y remota de las razones por las que Zohra dejaría de cubrirse el rostro. Y sufriría. Lleva veinte años viviendo tras el niqab y se siente "desnuda" sin él. Ninguna otra cosa hará replantearse su opción, y mucho menos la moción que aprobó hace unos días el Ayuntamiento de El Vendrell (donde el 17% de sus 26.000 habitantes es inmigrante). En un tenso pleno, donde la xenófoba Plataforma per Catalunya hizo gala de su discurso más radical para acabar aprobando junto con CiU (en el gobierno) y ERC "limitar en los equipamientos municipales el uso de cualquier vestimenta o accesorio que cubran el rostro y que impidan la identificación".
"Si me prohibieran salir a la calle con mi velo, entonces me tendría que quedar en casa, no saldría...", dice Zohra. Pero no lo entiende: "Siempre que me lo han pedido para identificarme, evidentemente, me lo he quitado", susurra en árabe. Y dirige su mirada al suelo. Hanane interviene: "Zohra está integrada, lleva la casa, sus hijos, los papeles del banco... ¡No para! No es como aquellas que llevan el niqab negro y casi no se las ve...". Negro, el único color que no usa Zohra. No le gusta.
Zohra rehusó saludar con la mano al fotógrafo, sin embargo, no paró de servir té y pastas durante toda la tarde. Y charló. Con la asociación Almanar ha asistido a numerosas actividades: entre estas, dos conferencias sobre planificación familiar. Muestra orgullosa la foto que se hizo cuando se inauguró la comisaría de los Mossos en El Vendrell: una agente posa sonriente a su lado, pero la risa de Zohra sólo se puede imaginar bajo el niqab. Kaoutar, la hija de diez años, trae los recortes de periódico donde sale su hermano Abbel. Su equipo quedó finalista de balonmano en los Jocs Esportius Catalans. Luego, Kaoutar trae el ordenador portátil para enseñar sus proezas y las de sus dos hermanos con Els Nens del Vendrell. "Algunas amigas me decían que no les dejara hacer castells porque es peligroso, pero yo quiero que se integren, que conozcan a más niños...", cuenta Zohra.
El año pasado, la familia decidió volver a Tánger, donde conservan una casa bastante más grande que el piso que tienen alquilado en El Vendrell: "Pero al cabo de cuatro meses decidimos volver, sobre todo las dos pequeñas querían ver a sus amigas y estar aquí", recuerda la madre. Ahora Zohra hace esfuerzos por economizar. Su marido trabaja en la construcción y las cosas no van bien. Por eso, este verano no van a viajar a Tánger. La que sí que se irá, a Frankfurt a ver a sus tías –una informática, la otra enfermera– es Sara. "¡Cuando yo sea más mayor también iré!", dice Kaoutar. Y Zohra sonríe. Sus hermanas, llevan el hiyab: "Ellas conducen, van a la playa, son muy modernas, pero me respetan y creo que me admiran".
Pasa la tarde y hay que ir a comprar. Y mientras el fotógrafo espera en la calle, en el piso aparece la Zohra más natural y alegre. El niqab no permite ver ni una mecha de su media melena oscura que ahora luce suelta. Por un momento, Zohra cambia su chilaba lila por otra en tonos dorados y rojos. Pero hay que salir y ya en la calle, con el niqab otra vez en su sitio, dos mujeres jóvenes con cochecito la miran. Zohra no se da cuenta: su pañuelo le impide ver con comodidad por los laterales y tiene tendencia a mirar al suelo. "No he tenido ningún problema, nadie dice nada, los jóvenes están más acostumbrados, quizás las personas mayores son las que miran peor", reflexiona.
En la verdulería la conocen. "Si no viene ella vienen sus hijas y ¿qué quiere que le diga? Que cada uno vaya como crea, eso no hace daño a nadie", dice Emma la dependienta. Hanane lanza su frase: "La libertad no se mide por la cantidad de ropa que uno lleva". Tras un breve paseo, Zohra vuelve a casa: "Tengo muchas cosas que hacer", dice. Y cuando no las tiene, le gusta releer el Corán: Ella se encarga de la formación religiosa de sus hijos, "y también he tenido que aprender y enseñarles cómo comportarse con los no musulmanes, al fin y al cabo, todos somos personas".
"El niqab fue una decisión personal que responde a motivos exclusivamente religiosos", insiste. Aunque se lo había planteado antes de casarse, su padre se lo prohibió porque consideraba que era demasiado joven. Y cuando llevaba un año de casada, se lo puso. "Incluso fue una sorpresa para mi marido, él jamás me obligó a llevarlo", insiste, aunque reconoce que "quizás haya mujeres que lo llevan obligadas, pero eso es una mala interpretación de la religión y estas mujeres no salen de casa". Tampoco hablan con periodistas. Y ese no es el caso de Zohra: "Soy religiosa, practicante, mi marido me respeta y no tengo que pedirle permiso para explicarme". ¿Y sus hijas, lo llevarán? "Mis hijas harán lo que ellas crean, eso no lo impone una madre. Lo que yo quiero y sobre todo quiere mi marido es que estudien y mucho, queremos que sean musulmanas formadas, la mayor podría ser comadrona...". Y Sara sonríe, pero no se pronuncia. Ha acabado tercero de ESO y se ha matriculado en un módulo de puericultura. "Pero no, no creo que se lo ponga porque son de otra generación y con niqab no podría trabajar...", añade.
Quizás esa, la de verse obligada a trabajar para sacar adelante a sus hijos, sería la única y remota de las razones por las que Zohra dejaría de cubrirse el rostro. Y sufriría. Lleva veinte años viviendo tras el niqab y se siente "desnuda" sin él. Ninguna otra cosa hará replantearse su opción, y mucho menos la moción que aprobó hace unos días el Ayuntamiento de El Vendrell (donde el 17% de sus 26.000 habitantes es inmigrante). En un tenso pleno, donde la xenófoba Plataforma per Catalunya hizo gala de su discurso más radical para acabar aprobando junto con CiU (en el gobierno) y ERC "limitar en los equipamientos municipales el uso de cualquier vestimenta o accesorio que cubran el rostro y que impidan la identificación".
"Si me prohibieran salir a la calle con mi velo, entonces me tendría que quedar en casa, no saldría...", dice Zohra. Pero no lo entiende: "Siempre que me lo han pedido para identificarme, evidentemente, me lo he quitado", susurra en árabe. Y dirige su mirada al suelo. Hanane interviene: "Zohra está integrada, lleva la casa, sus hijos, los papeles del banco... ¡No para! No es como aquellas que llevan el niqab negro y casi no se las ve...". Negro, el único color que no usa Zohra. No le gusta.
Zohra rehusó saludar con la mano al fotógrafo, sin embargo, no paró de servir té y pastas durante toda la tarde. Y charló. Con la asociación Almanar ha asistido a numerosas actividades: entre estas, dos conferencias sobre planificación familiar. Muestra orgullosa la foto que se hizo cuando se inauguró la comisaría de los Mossos en El Vendrell: una agente posa sonriente a su lado, pero la risa de Zohra sólo se puede imaginar bajo el niqab. Kaoutar, la hija de diez años, trae los recortes de periódico donde sale su hermano Abbel. Su equipo quedó finalista de balonmano en los Jocs Esportius Catalans. Luego, Kaoutar trae el ordenador portátil para enseñar sus proezas y las de sus dos hermanos con Els Nens del Vendrell. "Algunas amigas me decían que no les dejara hacer castells porque es peligroso, pero yo quiero que se integren, que conozcan a más niños...", cuenta Zohra.
El año pasado, la familia decidió volver a Tánger, donde conservan una casa bastante más grande que el piso que tienen alquilado en El Vendrell: "Pero al cabo de cuatro meses decidimos volver, sobre todo las dos pequeñas querían ver a sus amigas y estar aquí", recuerda la madre. Ahora Zohra hace esfuerzos por economizar. Su marido trabaja en la construcción y las cosas no van bien. Por eso, este verano no van a viajar a Tánger. La que sí que se irá, a Frankfurt a ver a sus tías –una informática, la otra enfermera– es Sara. "¡Cuando yo sea más mayor también iré!", dice Kaoutar. Y Zohra sonríe. Sus hermanas, llevan el hiyab: "Ellas conducen, van a la playa, son muy modernas, pero me respetan y creo que me admiran".
Pasa la tarde y hay que ir a comprar. Y mientras el fotógrafo espera en la calle, en el piso aparece la Zohra más natural y alegre. El niqab no permite ver ni una mecha de su media melena oscura que ahora luce suelta. Por un momento, Zohra cambia su chilaba lila por otra en tonos dorados y rojos. Pero hay que salir y ya en la calle, con el niqab otra vez en su sitio, dos mujeres jóvenes con cochecito la miran. Zohra no se da cuenta: su pañuelo le impide ver con comodidad por los laterales y tiene tendencia a mirar al suelo. "No he tenido ningún problema, nadie dice nada, los jóvenes están más acostumbrados, quizás las personas mayores son las que miran peor", reflexiona.
En la verdulería la conocen. "Si no viene ella vienen sus hijas y ¿qué quiere que le diga? Que cada uno vaya como crea, eso no hace daño a nadie", dice Emma la dependienta. Hanane lanza su frase: "La libertad no se mide por la cantidad de ropa que uno lleva". Tras un breve paseo, Zohra vuelve a casa: "Tengo muchas cosas que hacer", dice. Y cuando no las tiene, le gusta releer el Corán: Ella se encarga de la formación religiosa de sus hijos, "y también he tenido que aprender y enseñarles cómo comportarse con los no musulmanes, al fin y al cabo, todos somos personas".
Fuente: http://www.lavanguardia.es/ciudadanos/noticias/20100619/53948144667/sin-niqab-no-saldre-a-la-calle-el-vendrell-tanger-sara-vendrell-palestina-frankfurt-alemania-mossos-.html
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