divendres, 27 de gener del 2012

De niña buena a mujer

   La sociedad y la cultura en que hemos nacido marcaron nuestro devenir. Han creado las estructuras neuronales que, a día de hoy, conforman nuestros pensamientos y emociones, es decir, la manera en que vivimos y percibimos el mundo. Hemos aprendido a relacionarnos con los demás tal y como hicieron con nosotras. La economía, la identidad externa (los rasgos que me diferencias de los otros), la identidad interna (la conciencia de quien soy yo), la sexualidad, la corporeidad (conciencia de mi propio cuerpo), el placer, el intelecto… todo está sobrehilado con los conceptos culturales y las vivencias sociales que hemos experimentado desde niñas.

Nacimos en una sociedad patriarcal, en la que hombres y mujeres compartimos una visión de la existencia y las relaciones muy concreta. En el patriarcado, la sociedad se articula sobre niveles de poder. Estos poderes se articulan en torno a parámetros muy definidos: el hombre prevalece sobre la mujer (machismo), el adultos prevalece sobre el niño, y el niño mayor sobre el niño pequeño. Y además, el rico tiene más poder que el pobre, el intelectual que el iletrado, el médico que el paciente, el político que el ciudadano, el profesor que el alumno, los padres que los hijos… Esta sociedad se regula en torno a estos conceptos básicos de los que emanan muchas consecuencias prácticas y filosóficas.

Además el patriarcado incluye una forma muy concreta de relacionarnos: la competitividad. Desde bien pequeños, los niños sienten que deben competir para ser, para elaborar su identidad: soy más guapa que…, más buena que…, soy la mejor en… siempre en permanente comparación, en permanente competición. Los juegos de los niños suelen ser un buen ejemplo. Frente al juego colaborativo en el que todos ganan, en los juegos tradicionales siempre hay un ganador y un perdedor. Después, ya  de adultas, continuamos compitiendo por las notas, los títulos, el dinero, los hombres, la belleza, la casa, la ropa (la industria de la cosmética y la moda conoce bien este diabólico mecanismo). Nos volvemos consumidoras compulsivas para ganar la competición y tener aquello que las demás no pueden tener: desde cochecitos para bebés de marcas a bolsos de quinientos euros o pechos recauchutados. Todo sirve con tal de sentir que en mi identidad exterior valgo más que…, que, en definitiva, gano. Y es que, nosotras hemos estado al final del final del último eslabón de la cadena de poder: hemos sido niñas y pequeñas.





 A través de este juego nos convertimos en esclavas de un sistema consumista en el que lo único es lo exterior. Y nos quedamos aniñadas, inmaduras y profundamente vulnerables. Sería fácil decir que si lo has visto, si te has dado cuenta del engaño, ya puedes liberarte de él. Pero no. Esa falta de arraigo en la conciencia personal, en la que una Es, lo impide. Aún con cuarenta años seguimos moviéndonos entre la niña y la adolescente, entre la inseguridad y la rebeldía. Nos volvemos sumisas o resentidas… o ambas cosas. Pero, volvamos al principio.

Cuando nacimos nos educaron para ser niñas buenas. ¿Qué es una niña buena? Cierra los ojos e imagínala por un momento. Es una niña obediente, callada, limpia, asexual, estática, que no expresa sus emociones, peinada, obediente, prudente, casera, miedosa… en definitiva, sumisa. Aunque en la primera infancia nos hayamos rebelado, suele haber un momento antes o después en que claudicamos, sencillamente, nos rendimos. Nos dijimos algo como: “Por este camino no voy a ir a ningún lado, mejor seré buena y haré todo lo que mis padres/profesores/amigas me digan. Así me querrán mucho y yo seré muy feliz”. Y así, renunciamos al movimiento, a la expresión (de las emociones, pensamientos, ideas, creatividad), a la palabra, a la alegría, a la insumisión sana, al placer, al poder personal, que es expresión de nuestro Ser, de nuestra identidad profunda. Establecimos nuestra identidad en lo que digo y hago y no en lo que soy. En definitiva, nos volvimos unas niñas buenas.

Después, en la adolescencia, nos rebelamos. Pero ya no encontramos nuestro eje, habíamos roto la conexión con nuestra identidad profunda y quedamos a la deriva en un mar de impotencia y protesta. No queríamos seguir siendo las niñas buenas de antes pero tampoco sabíamos qué o cómo Ser. La adolescencia pasó, afortunadamente, pero no la sensación de rabia y de desconocimiento de mi misma. Iniciamos entonces la vida adulta vagando entre la comodidad de la niña buena y sumisa que acepta órdenes y sigue a la masa y la rebeldía y el rencor de intuir que las cosas no son como podían ser.
Hasta llegar a la edad adulta. Puede que por el camino hayamos renunciado a nuestra vocación: de pintora a vendedora, de bailarina a abogada, de científica a profesora. Puede que hayamos renunciado a vivir nuestro placer y sensualidad, a vivir en nuestro cuerpo, a sentir el deseo propio o abrirnos al placer en mayúsculas.
Quizá hemos renunciado a ejercer la maternidad que late en nuestro interior. O puede que hayamos decidido que era peligroso viajar, explorar, conocer, experimentar, equivocarnos sin culpa. Es posible que nos hayamos esforzado en no expresar nuestras necesidades vitales y afectivas, y nos hayamos alejado de las palabras que expresan nuestras emociones. Quizá hemos perdido nuestro camino y andamos vagando el camino que otros nos trazaron o que elegimos desde el miedo al rechazo o a la crítica propia o ajena. Y así nuestra vida no funciona. No somos felices y arrastramos los pies por un sendero polvoriento cuesta arriba.



  Para cambiar nuestra vida, bastaría retomar el poder que nos fue arrebatado y que late en nuestro interior a la espera de mejores tiempos. Para el tao, el útero es el primer motor energético del cuerpo de la mujer. A través de él, se bombea la energía que nos permite vivir. Solo pudimos renunciar a la esencia que somos cerrando el caudal de energía que nos alimenta. Renunciamos al movimiento, la sexualidad, el placer y la expresión; es decir, redujimos la cantidad de energía que vivimos. O sea, debimos acomodar nuestra vitalidad a las horas sentadas, al silencio y a la sumisión. Por eso ahora estamos cansadas, nuestra femineidad nos duele (menstruaciones y parto), nos falta creatividad y nos sentimos perdidas.
Solo pudimos convertirnos en niñas buenas después de haber contraído (inconscientemente) el músculo que conforma el útero. Esa es la contracción inicial que sostiene el entramado de sometimiento, ideas limitadoras, miedos y represión que nos atenazan. Solo podemos llamar vida al acto de desplegar el potencial que anida en nuestro interior. Relajar este músculo nos permite volver a conectar con la vitalidad y el placer. Es un camino para ampliar nuestra experiencia vital y sostener el poder que todas las mujeres del mundo compartimos. Cuando una mujer encuentra su poder interior, que es el poder que sostiene la vida, no hay sociedad o cultura capaz de dominarla.


Y este es un camino que puede hacerse acompañada. Crear círculos de Mujeres en los que el crecimiento, la escucha interior y exterior, la oxitocina y la hermandad sean la base de las relaciones, es transformar el mundo. Es pasar de un mundo patriarcal, jerarquizado y competitivo a un mundo en el que las relaciones se establecen en la igualdad y el cuidado mutuo. Un espacio en el que ir ensayando los cambios que están en puertas. Un espacio para vivir hoy el mañana. Al fin, es momento de pasar de niña buena a Mujer.
 

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