diumenge, 17 de gener del 2010

La opresión de las mujeres no es natural ni antigua




Sally Campbell
Revista Sin Permiso
Sally Campbell realizó a lo largo del mes de octubre una serie de tres artículos en la revista de izquierdas Socialist Worker sobre el origen de la opresión de la mujer. Hemos traducido los tres y los hemos editado juntos. La opresión de las mujeres es la más profundamente afianzada de todas las opresiones. Es vista como biológica, psicológica y antigua. Esta percepción influye en la manera en que entendemos y desafiamos la opresión. Los marxistas abordan esta problemática desde una perspectiva materialista. Frederick Engels explicó que “de acuerdo a la concepción materialista, el factor decisivo en la historia es la producción y reproducción de la vida inmediata... Por un lado, la producción de los medios de existencia, de alimentos, vestimenta y vivienda, y de los instrumentos que se necesitan para producir todo eso. Por el otro, la producción del hombre mismo, la continuación de la especie.”
Los seres humanos interactúan con su medioambiente, transformando el mundo que está a su alrededor y en este proceso se transforman a sí mismos. El atributo que nos hace diferentes de otros animales es nuestra capacidad para adaptarnos a cualquier parte del globo, y las formas por las cuales trabajamos socialmente para satisfacer nuestras necesidades. Engels sostiene que para la mayor parte de la historia del hombre, la organización social de las personas no ha sido clasista o determinada por la dominación y la opresión.
Los primeros ancestros del hombre aparecieron hace dos millones de años, mientras el homo sapiens sólo existió desde hace unos 200.000 años, y las primeras formas de agricultura aparecieron hace aproximadamente 10.000 años. Por lo tanto, para el 95% de la historia humana, “riqueza” fue un concepto que no tenía sentido. La gente vivía en pequeñas colectividades que disfrutaban de una relativa igualdad. Engels se refirió a ello como “comunismo primitivo”. El concepto de familia nuclear, con parejas monógamas con sus propios hijos no existía. Para Engels, en estas sociedades, mientras las personas tenían diferentes roles, no había dominación estructurada de un grupo sobre otro. Fue con el surgimiento de las sociedades clasistas que las mujeres vinieron a ocupar un lugar inferior en la sociedad.
Bajo el comunismo primitivo existía una división del trabajo entre hombres y mujeres, pero ésta no confería por sí misma un privilegio a los hombres. Las mujeres, quienes tendían a ser el principal sostén del hogar, a menudo tuvieron autoridad sobre los hombres porque su trabajo era la principal fuente de nutrición para el grupo.
El desarrollo de una agricultura más avanzada fue el punto de inflexión. La invención del arado significó la capacidad de producir más de lo que el grupo necesitaba perentoriamente. Condujo al desarrollo de elites que fueron capaces de controlar el “excedente”. Y ello transformó el rol de las mujeres en la sociedad.
En las sociedades cazadoras-recolectoras, las mujeres fueron capaces de desempeñar su papel como productoras así como jugar su papel en la reproducción. El arado y el uso de animales domesticados cambiaron todo esto. Una mujer embarazada o con un niño pequeño no podía llevar adelante estas tareas con facilidad y crecientemente cayeron bajo la competencia de los hombres.
La agricultura también demandó trabajadores. Así como las sociedades cazadoras-recolectoras tendieron a limitar el número de niños para no agotar los recursos, la agricultura pudo ser más productiva, con más necesidad de niños para ayudar en los campos. Entonces, así como los hombres se hicieron exclusivamente responsables de la producción, las mujeres vieron que su papel primordial se desplazó al de ser responsables de la reproducción.
La mayor productividad benefició a todos los miembros del grupo. Pero una vez que los excedentes cayeron bajo el control de una minoría, las desigualdades y las clases comenzaron a formarse. La división entre las esferas “pública” y “privada” de la sociedad apareció -con las mujeres participando principalmente en la esfera “privada”. La familia privada se convirtió en el mecanismo por el cual la riqueza privada podía ser pasada de una generación a la siguiente. Ello supuso una dilución final de la influencia de las mujeres. Los hombres, debido a su papel económico, se convirtieron en las cabezas del hogar, pasando su riqueza a sus hijos. Como Engels escribió: “El golpe al derecho materno significó la derrota histórica del sexo femenino. El hombre tomó también el mando en el hogar. La mujer fue degradada y reducida a la servidumbre”.
Entonces la familia fue una consecuencia del desarrollo de las clases -no una antigua jerarquía “natural”. Como la producción fue crecientemente destinada al intercambio más que al uso, el hogar se convirtió en una unidad de consumo más que de producción.
El argumento de Engels muestra cómo fue el mandato económico el que encendió el tren de la sociedad de clases y la desigualdad y la opresión que conlleva. Señala cómo los humanos pueden superar estas divisiones hoy. El capitalismo y la “familia privada” La semana pasada escribí que la formación de la familia era central para comprender los orígenes de la opresión de las mujeres. Esta semana miraré cómo el rol de la familia cambió con el nacimiento del capitalismo.
La familia campesina, la cual existió antes del capitalismo industrial, era una unidad productiva. Los hombres eran las cabezas del hogar, pero las mujeres y los niños producían bienes en la casa que contribuían a los ingresos familiares. Ellos tenían el terreno familiar y cuidaban de los animales domésticos. Las mujeres tenían un papel importante en la vida colectiva del poblado, la cual era la unidad económica central de la sociedad. La revolución industrial rasgó en dos esta forma de vida. Las masas trabajadoras fueron arrancadas de la tierra y arrojadas hacia nuevos pueblos y ciudades que estaban surgiendo. Por primera vez el capitalismo creó una clase de trabajadores que no tenían control sobre los medios de producción. Los miembros de esta nueva clase fueron forzados a trabajar para otro para ganar un salario.
Los viejos lazos sociales fueron rotos y, durante un tiempo, pareció que entre los trabajadores la familia desaparecería del todo. Tanto los hombres, como las mujeres y los niños trabajaban en fábricas, minas y molinos, en horrendas condiciones. Las mujeres fueron empleadas en gran número en las fábricas textiles - hacia 1856 las mujeres constituían el 57% de la fuerza de trabajo en la industria, y los niños el 17%.
A menudo las mujeres realizaron el trabajo más duro en las peores condiciones. En la década de 1850, en Oldham, una de cada diez mujeres moría entre los 25 y los 34 años de edad. La barbarie del capitalismo provocó que los obreros buscaran asilo -y al menos un alivio parcial al duro trabajo- en la familia. Los trabajadores comenzaron una campaña por un “salario familiar”, que permitiera al hombre cubrir los costes de la manutención de su mujer e hijos. Algunas feministas han argumentado que tales demandas eran exclusivamente interés de los hombres, quienes querrían mantener a sus mujeres oprimidas en el hogar. Pero ello permitió a la familia existir con el salario de un solo hombre, mientras previamente tres o cuatro miembros del hogar tenían que trabajar para ganar el mismo dinero. Y ello separó a las mujeres y los niños del trabajo duro. En la dura realidad del capitalismo industrial, el aislamiento en el hogar era preferible a intentar trabajar conjuntamente con la crianza de los niños.
Para la mayoría de las mujeres pareció un asunto de sentido común buscar un “hombre que traiga el pan a casa fiable” como esposo como la mejor oportunidad de seguridad. Pero esta “familia privada” característica del capitalismo no se creó solamente como resultado de la presión desde abajo. Una guerra ideológica fue emprendida por la clase dirigente del capitalismo para inculcar “valores familiares” en los trabajadores -y forzarlos a asumir la carga de alimentar y cuidar gratuitamente a la siguiente generación de trabajadores.
Las viviendas fueron construidas por obreros, lo cual fue una mejora sobre las casuchas en donde los moradores de la ciudad habían sido arrojados primero. Pero las casas fueron diseñadas de acuerdo con la estructura de la familia nuclear. Eran lo suficientemente grandes como para abrigar al matrimonio y algunos pocos niños, con cuartos separados y una cocina, y tal vez un patio privado o pequeño jardín con un cerco alrededor.
Frases tales como “la casa de un inglés es su castillo”, entraron en el vocabulario. Por supuesto, muchas de las mujeres de clase obrera siguieron trabajando fuera de la casa, pero ahora se tenía como rol principal de la mujer el de ama de casa. Junto a ello vinieron las características asociadas con lo que debía ser una buena esposa y made -pasiva, sumisa, cariñosa.
La contribución de las mujeres fue devaluada nuevamente. En un mundo en el cual sólo se valúan las cosas en términos monetarios, el trabajo que las mujeres hacen gratuitamente en el hogar -cocinar, lavar, educar- no tiene valor. No fue este el caso de que los hombres de clase trabajadora fueran los principales ganadores en la creación capitalista de la familia privada. El papel de “breadwinner” era uno en el cual era demasiado fácil fracasar. Si un hombre no era capaz de proveer a su familia, entonces podía perder su respeto y el de la sociedad. Fuera de la miseria del capitalismo industrial, la familia tomó forma como una batalla de los trabajadores y como una herramienta ideológica y económica para la clase dirigente. La segunda mitad del siglo XX vio cambiar nuevamente las expectativas de las mujeres, mientras más y más componían la fuerza de trabajo.

Décadas de cambio pero no de liberación.
La semana pasada escribí sobre la ideología que enmarca a la familia nuclear. Al principio, para muchas mujeres de la clase trabajadora, la familia era vista simplemente como una opción más tentadora que trabajar en una mina de carbón. Paulatinamente, la noción de ama de casa -y el consecuente aislamiento para la mujer de la “esfera pública”- se convirtió en algo glorificado y por lo que debía lucharse. Pero el capitalismo es un sistema inestable y contradictorio. No existe un hogar libre del estrés del mundo exterior. Las cosas de las que realmente queremos escapar -presiones económicas, tensiones sociales, desigualdad y explotación- penetran todas dentro de la familia.
Durante el transcurso del siglo XX, la familia ha tenido que lidiar con dos guerras mundiales durante las cuales las mujeres entraron masivamente a engrosar la fuerza de trabajo asalariada, sólo para ser desplazadas nuevamente cuando los hombres regresaron de la contienda. También tuvieron que soportar el desempleo masculino masivo, la destrucción de las industrias, y las mujeres ingresando a la fuerza de trabajo con carácter permanente, especialmente en los últimos 30 años.
En Gran Bretaña más de la mitad de las mujeres con niños de menos de 5 años trabajan, y aquellas cuyos hijos menores tienen entre 11y 15 años alcanzan el 80%. Y las mujeres están teniendo cada vez menos hijos. Un estudio reciente sugirió que el 20% de las mujeres jóvenes en Gran Bretaña hoy no tendrían hijos. Los cambios sociales tales como la píldora anticonceptiva han modificado las expectativas. El movimiento por la liberación de la mujer colocó a las mujeres en una posición mucho más fuerte. Los cambios también han desafiado el concepto de familia nuclear y los estereotipos de cómo las mujeres deben comportarse. Aún así, todavía la familia sigue permaneciendo como un poderoso ideal y aspiración.
Todos los cambios en la vida de las mujeres tuvieron su precio. Las mujeres ingresaron como fuerza de trabajo en el preciso momento en que las condiciones fueron empeorando para todos. “Flexibilidad” significa trabajo por turnos y contratos temporarios. Hombres y mujeres están trabajando más cantidad de horas que hace 30 años, y los hombres con hijos pequeños trabajan más cantidad de horas que cualquier otro.
El rol de las mujeres como cuidadoras está siendo reforzado por la contracción del Estado de Bienestar. El costo abusivo de los servicios profesionales de atención infantil hace que sólo un 13% de las mujeres pueda utilizarlo. Las mujeres aún tienden a tomarse “años sabáticos” en sus carreras para tener niños, y continúa una increíble especialización del trabajo por género, con las mujeres concentradas en los trabajos peor pagados tales como la venta al público, teleoperadoras y la cuidados personales. Todos estos factores hacen que la renta para la mujer sea un 51% más baja que la del hombre.
La liberalización sexual por la que se luchó en los años 60 y 70 se ha convertido en una mercantilización de todo lo que tiene que ver con nuestra sexualidad -la “cultura soez” descrita por Ariel Levy en su último libro, “Cerdas chauvinistas” (Female Chauvinist Pigs). Lejos de ser liberadoras, estas imágenes operan reforzando la idea de las mujeres como objetos sexuales -sólo que ahora nosotras también debemos ser exitosas amas de casa, madres de tiempo completo y excelentes cocineras-.
El capitalismo creó la posibilidad de quitar todas estas presiones de los hombros de las mujeres individuales. Podrían proveerse cuidados infantiles gratuitos. Los padres habitualmente cubren un 93% del costo de la crianza de los niños.
La familia está ideológicamente apuntalada por el estado y los medios de comunicación. Las mujeres están hechas para sentirse como gorronas si se quedan en casa con los niños, y malas madres si trabajan.
A pesar de las grandes transformaciones, las raíces de la opresión de la mujer permanecen inalteradas. La contradicción entre producción socializada y reproducción privada sigue en pie. Necesitamos cerrar la profunda brecha que se abrió con la formación de la sociedad de clases. Es decir, entre la masa de productores y su producto. Sólo entonces podremos librarnos de la otra brecha, la que existe entre producción y reproducción, y de esta manera, entre hombres y mujeres.
Acerca de la pregunta sobre el futuro, Frederick Engels dijo “se resolverá después que una nueva generación haya crecido: Una generación de hombres que nunca hayan tenido la ocasión de comprar la renuncia de las mujeres, ni con dinero o ni con algún otro medio de poder social, y una generación de mujeres que nunca hayan sido obligadas a renunciar frente a un hombre por ninguna consideración salvo amor verdadero, o abstenerse de permanecer junto a sus parejas por miedo a las consecuencias económicas. Una vez que tales personas aparezcan, no les importará un rábano lo que hoy pensamos qué deberían hacer”. Sally Campbell es editora adjunta de la revista de izquierda International Socialism Journal y colaboradora habitual de Socialist Worker.

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