divendres, 8 de gener del 2010

¡Todo por amor!

Revista Gataflora Julio 2008

Grace Kelly contaba que siempre había soñado con ser actriz. Tanto, que a pesar de la oposición de sus padres —un matrimonio irlandés muy religioso— a finales de la década del cuarenta, con menos de veinte años, se fue a probar suerte a New York. (¿Leyeron? Dije sola. En la década del cuarenta. Y a New York).

Dos años después de ese viaje, Grace Kelly ya era famosa, y filmaba su tercera película, Mogambo, por la que ganó su primer premio de la academia como actriz de reparto. Y eso fue sólo el principio. Siguieron varias películas con Alfred Hitchcock (La ventana indiscreta y Atrapa al ladrón, por ejemplo) o La Angustia de Vivir con Bing Crosby por la que se llevó un segundo
Oscar; esta vez como actriz principal. (¿Leyeron? Dos Oscars antes de los veinticinco).

Pero como todos saben, ese mismo año —su mejor año— Grace Kelly dejó el cine para siempre. En una fiesta conoció al heredero de la corona monegasca, el príncipe Rainiero, su futuro marido, y abandonó su carrera para formar una familia en otro país. Y cuando digo todo, es todo. Porque una cosa es dejar un trabajo de secretaria y la casita materna, y otra muy distinta es dejar de ser la musa de Alfred Hitchcock para ponerse una coronita en el centro de Europa.

Sin embargo, a pesar de que hoy ya no es habitual, en esa época, dejar la carrera para formar una familia no era ninguna proeza. Era la norma. Las mujeres que trabajaban en una oficina, por ejemplo, no estaban muy bien vistas. Trabajar era vulgar; era para chicas de clase media o clase media baja que en general terminaban como amantes de sus propios jefes porque nadie las tomaba en serio. Las mujeres de buena familia no trabajaban y menos en una oficina. Como mucho eran maestras hasta que se casaban, se dedicaban a su familia y eran felices con el último modelo de lavarropas y los primeros tupperwares.

El apartamento, una de las mejores películas de Billy Wilder, cuenta la historia de una chica adorable —Shirley McLaine— que trabaja como ascensorista en una gran empresa. Hoy, medio siglo después, parece una comedia sencilla, pero en esa época reflejo la complicada realidad de las mujeres jóvenes de clase media que tenían que trabajar para subsistir. Fue, para las espectadoras, el espejo triste y arrugado de la amante que pasa sola las fiestas o que espera en vano al lado del teléfono.

Por primera vez se habló sobre la triste vida de esas asistentes, del asedio de los ejecutivos, de la dificultad que tenían para ser tratadas con respeto (los ejecutivos les hacían chistes sexistas y ofensivos, muchos ni siquiera las llamaban por su nombre y algunos les tocaban la cola con impunidad), la imposibilidad de acceder a trabajos calificados y el destino irreductible, inequívoco, fatal de terminar como amante descartable y solitaria de un hombre felizmente casado con otra mujer. Eran, paradójicamente, mujeres que —al contrario de Grace Kelly— querían dejar todo por amor, pero el amor no las quería a ellas.

Las chicas de familias acomodadas, por el contrario, en vez de trabajar, iban a la universidad. Pero no iban a estudiar y mucho menos a concretar sus ansiados sueños de ser profesional. Iban a buscar marido. En este caso, la dinámica era inversa: las estudiantes no sacrificaban su carrera para casarse. Sino que para poder casarse, se sacrificaban haciendo una carrera. En ambos casos la carrera era el sacrificio. Pero en el primero, lo terrible era dejarla. Y en el segundo, tener que hacerla.

Hoy en día, el axioma es igual de complejo. Aunque lo neguemos, existe un prejuicio intrincado e injusto que no deja a una sola mujer bien parada. Las que dejan de trabajar para criar hijos nos parecen holgazanas que se dan la gran vida mirando televisión y haciendo pilates durante todo el día, y las que trabajan a jornada completa y dejan a sus hijos con una niñera nos resultan madres abandónicas que tuvieron un hijo de puro capricho. (¿Leyeron? Dije holgazanas. Dije abandónicas)

Sin ir más lejos, en vez de comedias de Billy Wilder, hoy hay revistas enteras dedicadas a investigar qué clase de madre son las actrices de Hollywood o las cantantes pop. Si dejan de trabajar para criar hijos las persiguen para sacarles fotos con ojeras y el jogging enchastrado de papilla, y si siguen trabajando, las acusan de madres egoístas y dejadas. El público les pide que sean Grace Kelly y Shirley Mc Laine al mismo tiempo. Princesa y ascensorista. Madre y trabajadora. Y que sean buenas en ambas cosas también.

Hoy en día, casi cincuenta años después de El apartamento y La ventana indiscreta todavía no encontramos el término medio. Las que dejan de estudiar por trabajo son tontas, las que dejan de trabajar por sus hijos son vagas, las que dejan a sus hijos para poder trabajar son egoístas, las que dejan su carrera para casarse son antiguas, las que dejan a su marido para retomar la carrera son ilusas y las que no quieren tener hijos son enfermas, anormales, falladas. Hay prejuicios para todo el mundo. Para las actrices, las amas de casa, las ascensoristas, las secretarias. Todas son víctimas de nuestras exigencias imposibles. No se salva ninguna. Ni siquiera las que tienen coronita.


Fuente: http://bestiaria.blogspot.com/search/label/Mujeres%20reales

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